Nos cruzamos en ese bar en donde
la música tapaba todas las voces,
la noticia no era la noche estrellada
sino sus ojos que escupían fuego,
luego de tomar tres cervezas
me acerqué hasta la barra
me clavó la mirada y me dijo:
“nene, antes de hablarme invítame un trago”.
Antes de pedir dos Martinis
le pregunté que prefería,
si dormir sola o acompañada
me contestó:
“son pocas las veces que duermo”.
Me sujeto de la nuca
y se acercó tanto a mi boca
que su aliento se abrazó con el mío,
a menos de dos centímetros
de mis arrebatados labios
me dijo: “puedo ser tu perdición”.
Mis palabras huían y mis gestos
sorprendían a mi cara,
mis dioses se escondían detrás
de algún ángel moribundo,
los demonios de la noche
se volvían mansos.
“Seguime hasta donde te lleve”, dijo
y atravesamos la multitud del bar
como quien atraviesa un alud en la montaña.
La medianoche había quedado atrás
las promesas de un amor eterno también
solo los faroles iluminaban las calles
y sus ojos, que permanecían encendidos.
Entonces llegó la hora del final
el crimen podría haber sido perfecto
ella, la asesina
yo, la insospechada víctima
y ese cuarto que ni el empapelado dejamos.
Volví a ese bar con intenciones de encontrarla
pero su lugar estaba vacío,
solo había quedado el reflejo
y las marcas en el piso que dejó aquella noche
cuando salió desesperada
conmigo entre sus brazos.